Crecí en el seno de una familia disfuncional. Aunque mis padres eran muy preparados intelectualmente, tenían serios problemas de actitud y de temperamento; sus desacuerdos matrimoniales llegaron a un extremo de divorcio, cuando yo tenía 4 años, y a una separación definitiva cuando yo tenía 6 años. Eso fue sólo la continuación de una guerra sin cuartel entre ellos, en la cual casi somos destruidos nosotros sus hijos.
A partir de esa fecha, mis hermanos y yo vivimos junto a una madre con una tremenda y destructiva neurosis. Ella no era autoritaria ni estricta; simplemente no había coherencia, ni reglas, ni una estructura de educación. Lo que hoy era bueno, al ratito era tan malo, que ameritaba una sesión de golpes e insultos.
Todos nosotros la odiábamos, y le temíamos; ella nos provocaba miedo pánico. Creo que mis hermanos y yo deseábamos muchísimo ya crecer y hacernos adultos, para tener la capacidad de poder irnos de la casa, lejos de ella.
Al fin todos se fueron, menos yo, porque me compliqué la vida con un embarazo fuera del matrimonio, convirtiéndome así en una madre soltera, sin estudios, y dependiendo todavía de mi madre para sostenernos mi hija y yo.
Mi vida fue un infierno al lado de ella, pero yo me aguantaba porque no quería poner en riesgo la estabilidad y la protección que le proporcionaba a mi bebé.
Después de casarme con el padre de mi hija, terminé divorciada y quedándome sola con dos hijos más de él. Al poco tiempo volví a casarme, y tuve a mi hijo más pequeño.Sin embargo, yo no era capaz de establecer una relación matrimonial duradera, por lo que volví a divorciarme a los 7 años de matrimonio, quedándome sola con cuatro hijos.
Durante ese tiempo, la relación con mi madre había llegado a un punto máximo, en el que ya tenía como dos años sin mantener contacto con ella, teniendo que enfrentarme a un acoso inmisericorde por parte de ella, quien me acusó de robarle un auto, de no cuidar a mis hijos, acusó a mi esposo de pedofilia, amenazó con quitarme a mis hijos, y con exhibirme ante la opinión pública, aprovechando a todas sus amistades e influencias en la ciudad.
El día en que iba a comparecer ante el Comandante de Policía (y ante ella) para aclarar lo del asunto del supuesto robo del carro, mi amigo cristiano, que tenía un año de estarme hablando del amor de Jesús, casi me obligó a entregar mi vida a Cristo (lo cual fue muy complicado para mí, pues yo era atea). Me sacó de mi salón de clases y me llevó a la Sala de Personal de la Escuela; ahí repetí como perico la oración de fe, la cual, como no tenía significado para mí, no me produjo ningún efecto. Creí que con eso se terminaba todo, y yo podría volver a mi salón de clases y a los 50 alumnos que había dejado por no poder controlar el llanto de angustia, miedo y pánico que me provocaba el inminente encuentro con mi madre. Pero mi amigo Rafael no me soltaba las manos y me dijo “Ahora habla con Jesús”. ¡Quéééé!—pensé yo. ¿Hablar con quién? Yo volteaba para todos lados y no veía más que paredes, techo, sillas, mesa, sillones, etc… ¿Y qué le digo?—le pregunté a mi amigo. “Lo que quieras” me contestó él, y continuó orando sin levantar su rostro, sujetando fuertemente mis manos. Más por satisfacer a mi amigo para que me soltara y poder volver a mi clase, que por creer que realmente algo iba a pasar a continuación, comencé a hablar “al aire” así: Jesús, dice el Rafa que hable contigo, pero yo no creo que existas, porque no te veo por ningún lado (volteando a mi alrededor). Pero él dice que sí existes, y aunque yo no lo creo (tratando de librar mi dignidad de atea), él dice que tú puedes ayudarme. Y yo necesito ayuda, porque ya no puedo más… “ No pude terminar la frase, se me quebró la voz; en ese instante sentí que una calidez llenaba todo mi cuerpo, mi mente, mi corazón, mi alma… Comencé a llorar, y entre sollozos le decía lo angustiada que estaba, el miedo que tenía de ir a enfrentarme a mi madre, todos los sufrimientos que había padecido hasta ese momento, los sufrimientos a los que habíamos sido expuestos… Y no me preguntes cómo, pero en ese momento supe que Jesús me estaba escuchando, abrazando y consolando, trasmitiéndome su fuerza. Hablé con él no sé cuánto tiempo… Lloré y lloré y me desahogué con él. No fue un desahogo normal, sino que entre más lágrimas derramaba, más fuerza, confianza y fe en Él sentía yo ¡fue algo maravilloso! Ese llanto ya no era de dolor sino de incredulidad, de gozo y de una enorme gratitud, porque finalmente ahora sabía ¡que Dios realmente existe! Pude sentir ese abrazo casi de forma física. Cuando salí de esa Sala de Personal, me maravillé de ver ¡los colores de las flores, del cielo, del sol, de todo! ¡Literalmente había vivido en blanco y negro, y ahora veía en technicolor!
A partir de ese momento, mi vida cambió. Le entregué al Señor el miedo pánico que me provocaba mi madre, me cuidó y me protegió, impidiéndole a ella seguir adelante en sus amenazas. Y al poco tiempo, Dios escuchó el ruego de mi corazón, y pude reconciliarme con ella, sin condiciones.
Poco a poco el miedo y el odio se fueron transformando en un grande amor por ella, y en un deseo de protegerla y cuidarla. Para entonces yo ya me había separado de mi esposo, y vivía en una ciudad que está a hora y media de Guaymas (en Hermosillo), de manera que cada quince días, o cada semana, estuvimos yendo a verla, durante 11 años.
Mis hijos ya la amaban desde siempre, pero aprendieron a comprometerse a cuidarla y protegerla. Dios me dio la sabiduría para lograr que no protestaran cuando en algún fin de semana no pudieran ir a alguna fiesta, a causa de que nos tocaba ir a ver a su Agüe (como ellos le decían).
Otro milagro que Dios hizo fue que el carácter de ella cambió radicalmente, y dejó de agredirme, de humillarme o de ofenderme, totalmente. Llegó a respetarme, y a ser para mis hijos la abuelita que nunca pudo ser como mamá.
Por supuesto que todo el tiempo le pedía al Señor por la salvación del alma de mi madre; y un día en que ya desesperaba yo porque ella no cedía, Dios me dijo: “Tu madre se va a convertir a mí un día antes de que muera”. Y como eso me lo repitió varias veces, yo me convencí de que realmente era Dios quien me lo decía, así que cada vez que iba a Guaymas, y volvíamos a Hermosillo, sin que mi mamá se hubiera convertido, me quedaba tranquila pensando: “Todavía va a estar aquí una semana más”.
Efectivamente, mi madre se volvió al Señor un día antes de morir.
El Señor Jesucristo me ayudó a criar a mis hijos sin sus padres, pero además, convirtió a mi madre en mi apoyo para lograrlo. Después de haber sido mi verdugo, se convirtió en la mejor aliada que pude tener para la educación de mis hijos.
En la actualidad, todos mis hijos ya están casados, y tres de ellos ya tienen sus propios hijos. Los dos mayores están sirviendo al Señor de tiempo completo junto a sus cónyuges, y el menor, aunque sigue en su trabajo secular, cada día busca comprometerse más con el Señor, al igual que su esposa.
Aún insisto en declarar las promesas que el Señor me ha hecho respecto a mi familia; sigo orando por mis hermanos, por mi papá, mis sobrinos, mis hijos, nueras, yerno, nietos, y por los que se van a agregar.
A partir de esa fecha, mis hermanos y yo vivimos junto a una madre con una tremenda y destructiva neurosis. Ella no era autoritaria ni estricta; simplemente no había coherencia, ni reglas, ni una estructura de educación. Lo que hoy era bueno, al ratito era tan malo, que ameritaba una sesión de golpes e insultos.
Todos nosotros la odiábamos, y le temíamos; ella nos provocaba miedo pánico. Creo que mis hermanos y yo deseábamos muchísimo ya crecer y hacernos adultos, para tener la capacidad de poder irnos de la casa, lejos de ella.
Al fin todos se fueron, menos yo, porque me compliqué la vida con un embarazo fuera del matrimonio, convirtiéndome así en una madre soltera, sin estudios, y dependiendo todavía de mi madre para sostenernos mi hija y yo.
Mi vida fue un infierno al lado de ella, pero yo me aguantaba porque no quería poner en riesgo la estabilidad y la protección que le proporcionaba a mi bebé.
Después de casarme con el padre de mi hija, terminé divorciada y quedándome sola con dos hijos más de él. Al poco tiempo volví a casarme, y tuve a mi hijo más pequeño.Sin embargo, yo no era capaz de establecer una relación matrimonial duradera, por lo que volví a divorciarme a los 7 años de matrimonio, quedándome sola con cuatro hijos.
Durante ese tiempo, la relación con mi madre había llegado a un punto máximo, en el que ya tenía como dos años sin mantener contacto con ella, teniendo que enfrentarme a un acoso inmisericorde por parte de ella, quien me acusó de robarle un auto, de no cuidar a mis hijos, acusó a mi esposo de pedofilia, amenazó con quitarme a mis hijos, y con exhibirme ante la opinión pública, aprovechando a todas sus amistades e influencias en la ciudad.
El día en que iba a comparecer ante el Comandante de Policía (y ante ella) para aclarar lo del asunto del supuesto robo del carro, mi amigo cristiano, que tenía un año de estarme hablando del amor de Jesús, casi me obligó a entregar mi vida a Cristo (lo cual fue muy complicado para mí, pues yo era atea). Me sacó de mi salón de clases y me llevó a la Sala de Personal de la Escuela; ahí repetí como perico la oración de fe, la cual, como no tenía significado para mí, no me produjo ningún efecto. Creí que con eso se terminaba todo, y yo podría volver a mi salón de clases y a los 50 alumnos que había dejado por no poder controlar el llanto de angustia, miedo y pánico que me provocaba el inminente encuentro con mi madre. Pero mi amigo Rafael no me soltaba las manos y me dijo “Ahora habla con Jesús”. ¡Quéééé!—pensé yo. ¿Hablar con quién? Yo volteaba para todos lados y no veía más que paredes, techo, sillas, mesa, sillones, etc… ¿Y qué le digo?—le pregunté a mi amigo. “Lo que quieras” me contestó él, y continuó orando sin levantar su rostro, sujetando fuertemente mis manos. Más por satisfacer a mi amigo para que me soltara y poder volver a mi clase, que por creer que realmente algo iba a pasar a continuación, comencé a hablar “al aire” así: Jesús, dice el Rafa que hable contigo, pero yo no creo que existas, porque no te veo por ningún lado (volteando a mi alrededor). Pero él dice que sí existes, y aunque yo no lo creo (tratando de librar mi dignidad de atea), él dice que tú puedes ayudarme. Y yo necesito ayuda, porque ya no puedo más… “ No pude terminar la frase, se me quebró la voz; en ese instante sentí que una calidez llenaba todo mi cuerpo, mi mente, mi corazón, mi alma… Comencé a llorar, y entre sollozos le decía lo angustiada que estaba, el miedo que tenía de ir a enfrentarme a mi madre, todos los sufrimientos que había padecido hasta ese momento, los sufrimientos a los que habíamos sido expuestos… Y no me preguntes cómo, pero en ese momento supe que Jesús me estaba escuchando, abrazando y consolando, trasmitiéndome su fuerza. Hablé con él no sé cuánto tiempo… Lloré y lloré y me desahogué con él. No fue un desahogo normal, sino que entre más lágrimas derramaba, más fuerza, confianza y fe en Él sentía yo ¡fue algo maravilloso! Ese llanto ya no era de dolor sino de incredulidad, de gozo y de una enorme gratitud, porque finalmente ahora sabía ¡que Dios realmente existe! Pude sentir ese abrazo casi de forma física. Cuando salí de esa Sala de Personal, me maravillé de ver ¡los colores de las flores, del cielo, del sol, de todo! ¡Literalmente había vivido en blanco y negro, y ahora veía en technicolor!
A partir de ese momento, mi vida cambió. Le entregué al Señor el miedo pánico que me provocaba mi madre, me cuidó y me protegió, impidiéndole a ella seguir adelante en sus amenazas. Y al poco tiempo, Dios escuchó el ruego de mi corazón, y pude reconciliarme con ella, sin condiciones.
Poco a poco el miedo y el odio se fueron transformando en un grande amor por ella, y en un deseo de protegerla y cuidarla. Para entonces yo ya me había separado de mi esposo, y vivía en una ciudad que está a hora y media de Guaymas (en Hermosillo), de manera que cada quince días, o cada semana, estuvimos yendo a verla, durante 11 años.
Mis hijos ya la amaban desde siempre, pero aprendieron a comprometerse a cuidarla y protegerla. Dios me dio la sabiduría para lograr que no protestaran cuando en algún fin de semana no pudieran ir a alguna fiesta, a causa de que nos tocaba ir a ver a su Agüe (como ellos le decían).
Otro milagro que Dios hizo fue que el carácter de ella cambió radicalmente, y dejó de agredirme, de humillarme o de ofenderme, totalmente. Llegó a respetarme, y a ser para mis hijos la abuelita que nunca pudo ser como mamá.
Por supuesto que todo el tiempo le pedía al Señor por la salvación del alma de mi madre; y un día en que ya desesperaba yo porque ella no cedía, Dios me dijo: “Tu madre se va a convertir a mí un día antes de que muera”. Y como eso me lo repitió varias veces, yo me convencí de que realmente era Dios quien me lo decía, así que cada vez que iba a Guaymas, y volvíamos a Hermosillo, sin que mi mamá se hubiera convertido, me quedaba tranquila pensando: “Todavía va a estar aquí una semana más”.
Efectivamente, mi madre se volvió al Señor un día antes de morir.
El Señor Jesucristo me ayudó a criar a mis hijos sin sus padres, pero además, convirtió a mi madre en mi apoyo para lograrlo. Después de haber sido mi verdugo, se convirtió en la mejor aliada que pude tener para la educación de mis hijos.
En la actualidad, todos mis hijos ya están casados, y tres de ellos ya tienen sus propios hijos. Los dos mayores están sirviendo al Señor de tiempo completo junto a sus cónyuges, y el menor, aunque sigue en su trabajo secular, cada día busca comprometerse más con el Señor, al igual que su esposa.
Aún insisto en declarar las promesas que el Señor me ha hecho respecto a mi familia; sigo orando por mis hermanos, por mi papá, mis sobrinos, mis hijos, nueras, yerno, nietos, y por los que se van a agregar.
Hechos 16:31 escribió:Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa.