Muchos son los detractores del autor de la PRIMERA VERSIÓN BÍBLICA COMPLETA EN CASTELLANO: Casiodoro de Reina. Pero la gran mayoría de ellos, ignora por completo la apasionante historia de este excepcional siervo de Dios y su encomiable y transcendental obra.
Andrés Lucero
Es siguiente escrito (por demás extenso) es de la autoría del escritor e historiador español Carlos Gilly, de quien no tengo mayor información.
Es mi deseo sincero que cada uno de ustedes tenga el tiempo de leerlo, pues considero que toca aspectos bastante sensibles de lo que la "historia oficial" nos ha contado. Por eso, al final encontrarán un link para descargar el documento para leerlo "Offline".
Historia de la Biblia de Casiodoro de Reina
La Biblia de Casiodoro de Reina (Montemolín hacia 1520 – Francfort 1594) es la primera Biblia completa impresa en lengua española y también la única traducción protestante hoy existente, pues en la mal llamada Biblia de Cipriano de Valera (Amsterdam 1602) el nuevo editor se limitó, como abajo explicamos, a cambiar el orden de los libros y a añadir o quitar notas marginales, con alteraciones cuantitativamente mínimas del texto bíblico fijado por el primer traductor, cuyo nombre viene además ostentosamente silenciado en la portada.
Este silencio se explica por la enemistad de más de treinta años que el superortodoxo calvinista Cipriano de Valera sintió con su antiguo maestro en el convento jerónimo de San Isidro del Campo extramuros de Sevilla, por haberse negado Casiodoro a someter su traducción de la Biblia a la censura de los eclesiásticos de Ginebra. Pero partamos de más atrás, pues la historia del protestantismo español está aún por escribir.
Casiodoro de Reina (propiamente habría que escribir Reyna, como él mismo firmaba y Valera le nombró) era considerado en Sevilla como el maestro indiscutido de la naciente comunidad evangélica. De todos los frailes de San Isidro del Campo que en 1557 huyeron de Sevilla y se dirigieron a Ginebra, fue Casiodoro de Reina el único que no tuvo que hacer estudios suplementarios de teología bajo Théodore de Bèze en Lausanne y también el único (aparte de Juan de Sosa, un joyero anabaptista de Sevilla, ahogado en Amberes en 1560) a quien los Inquisidores sevillanos en el Auto de Fe de 23 abril 1562 dieron el honorable título de “heresiarca”, es decir, maestro de herejes. Según testimonio de los mismos inquisidores Casiodoro había propagado con mucho éxito la doctrina evangélica entre los seglares de Sevilla (interrogatorio de María de Bohorques); basándose sobre documentos hoy desaparecidos, el historiador de la Inquisición Juan Antonio Llorente asertó ser debida a “un Fray Casiodoro” la súbita conversión al luteranismo de todos monjes de San Isidro; en su libro “Sanctae Inquisitionis Hispanicae artes”, afirma Casiodoro solamente que fueron dos frailes de San Isidro a dar “inicio a este negocio”, con el resultado que en pocos meses casi todos los frailes del convento o se habían convertido o al menos simpatizaban con ellos.
Uno de estos iniciantes fue naturalmente el propio Casiodoro, quien por modestia o cautela silencia aquí su nombre, siendo él (y no Antonio del Corro, como sostenía Vermasseren y tendía a creer Gordon Kinder) el verdadero autor de este primer gran libro contra la Inquisición publicado por primera vez en Heidelberg en 1567 bajo el pseudonimo de Reginaldus Gonsalvius Montanus (cfr. el capítulo sobre Reina en mi libro “Spanien und der Basler Buchdruck”, Basel/Stuttgart 1985).
Cuando Casiodoro llegó a Ginebra, forjó el plan de traducir la Biblia completa al español. Sobre sus planes debió hablar con Juan Pérez de Pineda, quien acababa a la sazón de publicar una edición del Nuevo Testamento (Ginebra, Jean Crespin, 1556), basada sobre la traducción de Francisco de Enzinas (Amberes, P. Mierdman, 1543). A estos mismos planes aludió Casiodoro seguramente en uno de sus encuentros con Calvino, quien no dejaría de recordarle, cómo Enzinas le había solicitado cinco años atrás de intervenir personalmente para asegurar el financiamiento final de la espléndida Biblia en español que el humanista protestante burgalés estaba terminando de traducir en Estrasburgo y que a la sazón quería imprimir en Ginebra. Aunque hijo de un banquero del emperador Carlos Quinto, Enzinas se había quedado corto de dinero, en parte por confiscación de su herencia y en parte por haber gastado una enorme suma tanto en la realización de los seiscientos grabados contratados al artista Franz Oberritter en Estrasburgo como en la fundición de los majestuosos y bellísimos tipos de letra (utilizados posteriormente en la segunda edición en folio real de la “Humani corporis fabrica” de Andreas Vesalius, Basilea, J. Oporino, 1555).
Lo que Calvino no pudo contar a Casiodoro fue que la temprana muerte de Enzinas le había ahorrado al reformador ginebrino la mayor afrenta de su vida: En efecto, de los libros del Antiguo Testamento hasta entonces por él traducidos, Enzinas no publicó más que cuatro (Salmos, Job, Proverbios y Sirach), todos en Estrasburgo pero con el falso pie de imprenta de Lyon, Sebastian Gryphus, 1550. Según las últimas cartas de Enzinas a Calvino, en el verano de 1552 estaba la traducción de los otros libros casi terminada, pero el burgalés no hizo alusión a lo más importante: Su traducción no estaba hecha a partir de los textos originales, sino de la versión latina de Sebastian Castellion, apóstol de la tolerancia religiosa, amigo íntimo de Enzinas y el hombre más odiado por Calvino y los calvinistas.
La excelente versión en latín clásico de Castellion que fascinó, además de Enzinas, también al primer adalid español de la difusión de la Biblia en idioma vulgar, el valenciano Fadrique Furió Ceriol, debió gustar tanto a Casiodoro, que éste se decidió, a despecho de Juan Pérez, Valera y otros españoles sumisos a Calvino, a escribir una carta al “docto et pio viro Sebastiano Castalioni”. Sospechoso se hizo Casiodoro a los ultraortodoxos calvinistas de Ginebra por sostener que también a los anabaptistas se les debía considerar como hermanos, por propagar entre los refugiados españoles el libro de Castellion sobre “que no se debían quemar los <>” y por decir que Miguel Servet había sido quemado injustamente en Ginebra. Sus enemigos reprocharon a Casiodoro que “cada vez que él paseaba delante del lugar de la hoguera de Servet se le saltaban las lágrimas” y cuando se enteraron de que Casiodoro se marchaba a Inglaterra, para fundar una nueva iglesia española no tardaron en ponerle el sobriquete de “Moisés de los españoles”, pues logró llevarse consigo a no pocos de sus compatriotas.
Llegado a Londres a finales de 1558 Casiodoro organiza allí una Iglesia de lengua española, aceptando como miembros a italianos y neerlandeses caídos en desgracia en sus iglesias respectivas. En enero de 1560 redacta la “Confesión de fe hecha por ciertos fieles españoles, que huyendo de los abusos de la iglesia Romana y la crueldad de la Inquisición de España hicieron a la Iglesia de los fieles para ser en ella recibidos por hermanos en Christo”. Y desde entonces no deja de trabajar en la traducción de libros sagrados que pensaba llevar a buen término en un tiempo razonable.
Pero eso era no contar con las acechanzas provenientes de dos grupos que, aunque totalmente opuestos en sus intereses, se hallaron unánimes en la voluntad de impedir la labor del traductor de la Biblia. De una parte los inquisidores, quienes lograron infiltrar un agente provocador en la naciente iglesia – se trataba nada menos que de Gaspar Zapata, el asistente de Casiodoro en el trabajo de traducción – e hicieron chantaje o promesas a algunos miembros débiles, dispuestos a denunciar al propio pastor ante las autoridades inglesas hasta del crimen nefando. Y de otra parte los celosos calvinistas de las iglesias francesa y flamenca de Londres, quienes, guiados por su extrema desconfianza y antipatía por Casiodoro, no hacían sino espulgar los textos todavía incompletos, buscar herejías por todas partes y denunciarlas inmediatamente a Ginebra, llegando al extremo de apoyar ciegamente el doble juego montado a todas vistas por el embajador de España en Londres y por agentes de la Santa Inquisición. El resultado de esta doble conjura fue la huida precipitada de Casiodoro a Amberes en enero 1564 y la inmediata dispersión de la iglesia española de Londres. Por fortuna el traductor pudo poner a salvo sus manuscritos, que le fueron enviados semanas después a Amberes por el viejo prior de San Isidro, Francisco de Farias, o por otro ex-fraile de toda su confianza.
Fue entonces cuando el Rey Felipe II puso precio a la cabeza de Casiodoro, como se lee en una carta
del gobernador de Amberes a la regente de los Países Bajos: “Su Majestad ha gastado grandes sumas de dineros por hallar y descubrir al dicho Casiodoro, para poderle detener, si por ventura se encontrase en las calles o en cualquier otro lugar, prometiendo una suma de dinero a quien le descubriese”. Acechado en todas partes por los esbirros de la Inquisición y sospechoso de herejía o de peores cosas aún por sus hermanos de fe, Casiodoro erró durante más de tres años entre Francfort, Heidelberg, el sur de Francia, Basilea y Estrasburgo buscando un lugar donde establecerse como pastor de la iglesia o como simple artesano, y poder dar así término a su traducción. En 1567 y 1568 le encontramos de nuevo ocasionalmente en Basilea, en casa del banquero calvinista Marcos Pérez, quien ya había protegido a Casiodoro en Amberes y quien ahora continuó defendiéndole contra las acusaciones de sus correligionarios, subviniendo finalmente a los costes de impresión de la Biblia.
El primer contrato para la edición de 1100 ejemplares de la Biblia fue firmado en el verano de 1567 con el famoso editor Oporino, antiguo amigo de Enzinas e interesadísimo en el libro de Casiodoro sobre las Artes de la Inquisición, cuyo permiso de impresión le fue negado dos veces por el consejo de la ciudad. Por desgracia para Casiodoro, en el mes de julio 1568 y antes de poder dar comienzo a la impresión de la Biblia, Oporino murió y resultó estar de tal manera arruinado, que no cabía la menor esperanza de recuperar los 400 florines pagados por adelantado del fondo de dineros reunidos en Francfort por los refugiados españoles para la edición de la Biblia. Para colmo de desdichas, los enemigos españoles de Casiodoro, que habían decidido de reimprimir en Paris el Nuevo Testamento de Juan Pérez con todas las notas marginales de la Biblia francesa de Ginebra, comenzaron a exigir para su proyecto una parte de los dineros del mismo fondo. A este conflicto puso inopinadamente fin el embajador español Don Francés de Avila, quien teniendo noticia del proyecto, hizo detener provisoriamente en el verano de 1568 al impresor flamenco (¿Diego López?), mientras que los editores Pedro Martínez de Morentín y a un cierto Viruel pudieron abandonar Paris a tiempo. Los cuadernos ya impresos de este Nuevo Testamento, así como el ejemplar de 1556 con los añadidos de mano para la nueva edición, cayeron en manos del embajador, que se apresuró a enviárselos al rey Felipe como el más estimado trofeo. Felipe II felicitó al embajador por su “diligencia en haber el Testamento Nuevo en español”, ordenándole a la vez de continuar las pesquisas: “Y si vos pudiésedes haber a lo menos el original para quemarlo, sería el verdadero remedio, no quedando otro ningún traslado y procurando el castigo del librero”.
Menos éxito tuvieron el rey y sus agentes para impedir el proyecto de Basilea, quizá por no estar informados suficientemente sobre el tiempo y lugar, donde Casiodoro estaba imprimiendo su Biblia. Quizá fue el mismo Casiodoro quien indirectamente les había puesto sobre una pista falsa al escribir a Théodore de Bèze en abril 1567 que estaba dispuesto a someter a su control el texto bíblico antes de la impresión, que podría muy bien ser efectuada en la imprenta de Jean Crespín en Ginebra. Naturalmente que Casiodoro con este acto de sumisión no pretendía sino obtener de los ministros ginebrinos el “placet” necesario para lograr el deseado puesto de pastor en una de las iglesias reformadas, no pensando en ningún momento de poner su traducción en manos de sus contradictores y menos de hacerla imprimir en Ginebra. Pero la noticia debió llegar a oídos de algún espía de la Inquisición, el cual se apresuraría a transmitirla a Madrid. En todo caso ya en el verano de 1568 la Suprema ordenó a los inquisidores de los puertos de la península de estar bien sobre aviso sobre los libros que entran, pues “Casiodoro ha impreso en Ginebra la Biblia en lengua española”. La respuesta del Tribunal de Granada no se hizo esperar: “Después de muchos controles podemos asegurar a vuestras Excelencias que en este reino de Granada no ha entrado ni un solo ejemplar de la Biblia de Casiodoro”. Bien lo podían decir, pues por esa fecha (2 de julio) la Biblia de Casiodoro no sólo no se había comenzado a imprimir, sino que la muerte de Oporino (acaecida cinco días mas tarde) así como el embargo inmediato de sus bienes crearon nuevas dificultades y ocasionaron un ulterior retraso.
Fue entonces que intervino de nuevo Marcos Pérez, prestando a Casiodoro a fondo perdido la suma de 300 florines (equivalente al sueldo de tres años de un profesor de Universidad) que sirvieron para cerrar un nuevo contrato con el impresor Thomas Guarín, quien imprimió finalmente 2600 ejemplares. La impresión tuvo lugar en los talleres del mismo Guarín y no, como se viene de antiguo diciendo, en la minúscula imprenta de Samuel Apiario, de la que entonces no salían sino libros de pequeño formato y texto limitado. Pero a Casiodoro debió gustar enormemente la simbólica estampa con el oso que Apiario ya no utilizaba como marca tipográfica desde mucho tiempo atrás, y o le compró o le pidió prestado el susodicho clisé para ilustrar la portada de la después llamada Biblia del oso. En todo caso, el mismo Casiodoro confirmó en su dedicatoria autógrafa del ejemplar regalado a la Universidad de Basilea que la impresión había sido efectuada en la tipografía de Guarín (“typis ab honesto viro Thoma Guarino cive Basiliensi excusam”). Además, en el catálogo o cartel de ventas que Guarín imprimió para la feria de libros de Francfort de 1578 figura la Biblia de Casiodoro: “Biblia in Hispanicam linguam traducta”.
La impresión, que ocupó durante varios meses una o dos prensas de Guarín, fue terminada probablemente el 24 de junio 1569, día en que Casiodoro notificó a un amigo la entrega inmediata del último cuaderno:
“postremum folium totius texti biblici tam Veteris quam Novi Testamenti”. Quedaban, sin embargo, por imprimir la “Praefatio” latina al lector sobre la visión de Ezequiel, la “Amonestación del interprete al lector” y la finalmente no publicada dedicación de la Biblia a la reina de Inglaterra. Sobre la oportunidad de esta dedicación Casiodoro se dejó aconsejar por su amigo Johannes Sturm de Estrasburgo, a quien había enviado previamente su prefacio “cum mea praefatione”). Según Menéndez y Pelayo (a quien siguieron aquí ciegamente tanto Boehmer como Kinder) la “praefatio” enviada por Casiodoro a Sturm no era sino la “Amonestación castellana”, mientras que la “Praefatio hispanici sacrorum librorum interpretis … ex prima visione Ezechielis” habría sido la obra exclusiva de Sturm. Esto es totalmente falso. Casiodoro no tenía ningún motivo para enviar la “Amonestación castellana” a Sturm, puesto que éste no sabía una palabra de español y, además, el tema tratado en la “Praefatio” latina sobre la visión del profeta Ezequiel y el oficio de los príncipes cristianos Casiodoro lo había tratado ya en el epígrafe del correspondiente capítulo (Ezequiel 28) que estaba ya impreso meses antes de su consulta al maestro de Estrasburgo: “y por alusión a los Cherubines que llevaban el carro de la gloria de dios, como al mismo Propheta fue mostrado, pinta y declara la vocación y officio de los reyes del mundo: del qual por haber faltado, le amenaza con muerte ignominiosa”. La labor de Sturm, pues, se redujo al examen y a algunas correcciones de esta “praefatio” de contenido religioso y político de explosiva actualidad, que no sólo es obra del solo Casiodoro (“praefatio hispanici interpraetis”), sino también la única pieza de la Biblia donde éste firmó con las iniciales de su nomber: C.R. Con el nombre completo de Casiodoro de Reina esta “Praefatio” se imprimió separadamente de nuevo en Estrasburgo en 1613.
Sobre las fuentes utilizadas por Casiodoro para la traducción de su Biblia nos informa parcialmente él mismo en su “Amonestación al lector”:
Además de las fuentes originales hebrea y griega, la versión de Sanctes Pagnini y la doble edición judeo-española de Ferrara 1553. Para las partes griegas del Antiguo Testamento Casiodoro parece haber seguido sobre todo la Biblia latina de Zürich y en parte la de Castellion, de quien tomó no solo el término “Jehová” en lugar del comunmente usado “Señor”, sino también el modo de indicación de los textos añadidos de la Vulgata. Ambas Biblias “herejes” vienen naturalmente silenciadas por Casiodoro, así como las versiones castellanas igualmente utilizadas (Enzinas, Juan Pérez y Juan de Valdés), pues todas figuraban ya en el Índice de libros prohibidos de Roma y de España. Y siendo precisamente la divulgación de la Biblia en España su mayor interés, Casiodoro intentó prevenir a la ineludible prohibición inmediata, haciendo pasar su Biblia como obra católica y respetando el orden de los libros bíblicos según la Vulgata, cuyo Canon había sido recientemente confirmado por el concilio de Trento.
Por cuanto toca al modo de utilizar sus predecesores españoles en la obra de traducción de libros bíblicos no me quiero extender mucho aquí, pues ya lo he tratado en mi libro “Spanien und der Basler Buchdruck”, pp. 396-400, que actualmente se está traduciendo al español. Solo quiero repetir que, cuando se comenzó la impresión, la traducción de Casiodoro no estaba ni mucho menos terminada, sobre todo la del Nuevo Testamento, y que, a medida que avanzaba el trabajo de las prensas, el intérprete se vio cada vez más apremiado por el tiempo. Las esperanzas que Casiodoro tenía de utilizar todavía la revisión del Nuevo Testamento de Juan Pérez que se imprimía en Paris se vieron frustradas en 1568 por la intervención del embajador español arriba mencionada. Sólo le quedaban pues la versión de Enzinas y las cartas paulinas traducidas por Valdés, de donde Casiodoro a veces incorporó literalmente frases o expresiones en su propio texto o a veces las indicó solamente al margen como “otras variantes”.
Al llegar al Apocalipsis, en junio de 1567, la labor del impresor había casi ya alcanzado a la del intérprete y a Casiodoro no quedó otro remedio que servirse a manos llenas del correspondiente texto de Enzinas, contentandose meramente con una rápida revisión. Dicho sea esto no con menoscabo de la labor de Casiodoro, pues como monumento de alta piedad y erudición o como modelo de precisión y propiedad de la lengua española tanto valen la exquisita y elegante prosa del humanista burgalés como la ligera y brillante del reformador andaluz. Después de la publicación de la Biblia, “en septiembre 1569” como reza la portada y en la que, por razones obvias de cautela para su difusión en tierras católicas, no se mencionaban ni el nombre del traductor ni el lugar de impresión, los enemigos de Casiodoro no levantaron la guardia.
Apenas un año y medio más tarde, el 19 de enero 1571, el Consejo Supremo de la Inquisición se había enterado ya de que “la Biblia en romance” se había impreso en Basilea y ordenó la recogida de todos los ejemplares que se descubrieran. Diez años después, en 1581, el titular del obispado de Basilea, Blarer von Wartensee, denunciaba al cardenal Carlo Borromeo que en Basilea se habían impreso con fecha de 1569 unos 1600 ejemplares de la Biblia en español y que 1400 de ellos acababan de ser enviados de Francfort a Amberes. En Amberes finalmente se cambiaron las portadas de muchos de estos ejemplares por el frontispicio del célebre Diccionario de Ambrogio Calepino a fin de poderlos mejor difundir en España. Esta estratagema no funcionó siempre, como demuestra el caso un envío descubierto por la Inquisición en 1585, que dio lugar a un nuevo avisó a los tribunales de provincia: “Biblias en español, cuviertas de ojas del Calepino, se prohiven”.
Otros muchos ejemplares quedaron durante decenios depositados en manos de los miembros de la familia de Casiodoro en Francfort, quienes hicieron “refrescar” periódicamente los ejemplares vendidos actualizando las portadas. Esto explica que existan ejemplares con el falso pié de imprenta “Francfort 1602”, “Francfort 1603” o “Francfort 1622”.
Cipriano de Valera no llevaba del todo razón al escribir en el prólogo de “su” Biblia de 1602 que “los dos mil y seyscientos exemplares de la traslación de Cassiodoro de Reyna por la misericordia de Dios se han repartido por muchas regiones. De tal manera que hoy casi no se hallan exemplares, si alguno los quiere comprar”. En realidad, lo que Valera con su nueva edición pretendía, no era sólo de suplir a la falta de ejemplares, reimprimiendo la “translación” que su antiguo maestro Casiodoro (“movido de un pio zelo de adelantar la gloria de Dios y de hazer un señalado servicio a su nación”) y a pesar de los muchos escollos alzados por los propios correligionarios, cosa que Valera olvida aquí discretamente de mencionar había llevado a buen término. Su verdadero intento, más o menos consciente, era por el contrario de acabar de una vez por todas con el hecho, vergonzoso en los ojos de algunos estrechos calvinistas españoles, de tener que servirse de una Biblia, que tanto en el orden de los libros como en las anotaciones teológicas marginales, no correspondía exactamente a las Biblias oficiales de Ginebra.
Verdad es, que al salir la Biblia de Casiodoro, los pastores de Ginebra la examinaron minuciosamente. Y cierto es también, como se puede leer en el informe oficial de Niccoló Balbani de 10 de agosto 1571, que estos mismos pastores, no obstante “la sinistra opinione” que dicen seguir teniendo de Casiodoro, no encontraron absolutamente nada de reprochar a la edición, sino un insignificante error tipográfico en Génesis 1:27 (“macho hembra los crió”). También Casiodoro se dio pronto cuenta del “gazapo”, haciendo imprimir una pegatina con las palabras “y hembra” que el mismo insertó en la correspondiente linea de un gran número de ejemplares. De las verdaderas “herejías” exegéticas, que Casiodoro introdujo ingeniosamente en los epígrafes de muchos capítulos de su Biblia, ni se enteraron los pastores de Ginebra ni tampoco Cipriano de Valera, pues los dejó intactos en su revisión.
No obstante esta aprobación tácita de la versión de Casiodoro por los pastores de Ginebra (mucho peso no podía tener en realidad, puesto que Balbani declaró abiertamente “che io non intendo la lingua” Valera se puso hacia 1580 en Londres y por propia cuenta a revisar la Biblia de Casiodoro, quien por entonces le era doblemente sospechoso: por sus “servetismos” pasados (la expresión es de Théodore de Bèze) y por su oficio presente de pastor de la iglesia luterana. Pero para evitar la acusación de comportarse como un plagiario, Valera esperó hasta la muerte de Casiodoro, acaecida en Francfort el 15 de marzo 1594, deviniendo “saltatumbas literario” al publicar en Londres en 1596 una “propia” edición del Nuevo Testamento. Esta edición de Valera no parece haber tenido mucha difusión en el continente, pues tres años más tarde, con ocasión de la edición de Elias Hutter del Nuevo Testamento en doze lenguas, Nurenberg 1599-1600, el texto allí impreso no es el de Valera, sino el de la Biblia de Casiodoro.
La diferencia no se hubiera en realidad hecho mucho notar, pues la labor de Valera en su edición del Nuevo Testamento no había consistido en mucho más que en quitar o añadir notas marginales, alterar de vez en cuando el texto y pasar absolutamente bajo silencio el nombre del difunto traductor. Un tal silencio, naturalmente, Valera no lo pudo del todo mantener en su edición de la Biblia completa, impresa en Amsterdam en 1602, es por esto que en el largo prefacio al verdadero traductor vienen dedicadas apenas cuatro líneas, no carentes de reticencia, mientras que el nombre del revisor, Cipriano de Valera, figura en grandes letras en medio de la portada.
Pero también en esta “revisión”, como era de esperar, la labor propia de Valera consistió sobre todo en acomodar el orden de los libros al Canon reformista y en quitar o añadir notas marginales, siguiendo especialmente las notas de las Biblias de Ginebra. Las alteraciones del texto, que Valera presume de haber efectuado “algunas vezes”, no significan siempre mejoría, sino a veces más bin empeoramiento, y lo mismo se diga de su escrupulosa eliminación de expresiones como “por ventura”, que Valera borra, como él mismo escribe, “por saber a gentilidad”.
Cierto es que Valera ha señalado por medio de letras cursivas todos los añadidos propios en las notas marginales, pero no dejó ninguna huella de las notas que eliminaba. Por lo que atañe al texto propio de la Biblia (el solo a ser reproducido en las ediciones modernas) las diferencia entre las dos Biblias no puede ser menor.
No sería en absoluto sorprendente, si – aparte de detalles de ortografía o de evidentes errores tipográficos – el porcentaje de las “alteraciones” introducidas por Valera en el texto propio de la Biblia no sobrepasara un insignificante 0,5%.
Es pues hora de dejar de hablar constantemente de la Biblia de Valera, poniéndola por las nubes, pues la traducción es exclusivamente de Casiodoro de Reina: Es a saber, de un protestante independiente y abierto, quien (de haberse hecho realidad los deseos de Valera y de sus amigos calvinistas) nunca hubiera podido llevar a buen término una traducción de la Biblia en español, que ni Cipriano de Valera (cuyo estilo es para dormirse de pie) ni ningún otro protestante español de la segunda mitad del siglo XVI hubiera sido capaz de hacer, privando así a los hispanohablantes de ayer y de hoy de un inestimable monumento de la religiosidad y de la lengua españolas.
Bastante les han privado ya en los siglos pasados los esbirros de la Santa Inquisición y también en tiempos más modernos los no pocos eruditos del nivel intelectual de un Fray Martín Sarmiento OSB, quien en su Catalogo de libros curiosos no tuvo reparo en escribir: “Hay una versión castellana de toda la Biblia, que para maldita la cosa se necesita”.
Carlos GillyEste silencio se explica por la enemistad de más de treinta años que el superortodoxo calvinista Cipriano de Valera sintió con su antiguo maestro en el convento jerónimo de San Isidro del Campo extramuros de Sevilla, por haberse negado Casiodoro a someter su traducción de la Biblia a la censura de los eclesiásticos de Ginebra. Pero partamos de más atrás, pues la historia del protestantismo español está aún por escribir.
Casiodoro de Reina (propiamente habría que escribir Reyna, como él mismo firmaba y Valera le nombró) era considerado en Sevilla como el maestro indiscutido de la naciente comunidad evangélica. De todos los frailes de San Isidro del Campo que en 1557 huyeron de Sevilla y se dirigieron a Ginebra, fue Casiodoro de Reina el único que no tuvo que hacer estudios suplementarios de teología bajo Théodore de Bèze en Lausanne y también el único (aparte de Juan de Sosa, un joyero anabaptista de Sevilla, ahogado en Amberes en 1560) a quien los Inquisidores sevillanos en el Auto de Fe de 23 abril 1562 dieron el honorable título de “heresiarca”, es decir, maestro de herejes. Según testimonio de los mismos inquisidores Casiodoro había propagado con mucho éxito la doctrina evangélica entre los seglares de Sevilla (interrogatorio de María de Bohorques); basándose sobre documentos hoy desaparecidos, el historiador de la Inquisición Juan Antonio Llorente asertó ser debida a “un Fray Casiodoro” la súbita conversión al luteranismo de todos monjes de San Isidro; en su libro “Sanctae Inquisitionis Hispanicae artes”, afirma Casiodoro solamente que fueron dos frailes de San Isidro a dar “inicio a este negocio”, con el resultado que en pocos meses casi todos los frailes del convento o se habían convertido o al menos simpatizaban con ellos.
Uno de estos iniciantes fue naturalmente el propio Casiodoro, quien por modestia o cautela silencia aquí su nombre, siendo él (y no Antonio del Corro, como sostenía Vermasseren y tendía a creer Gordon Kinder) el verdadero autor de este primer gran libro contra la Inquisición publicado por primera vez en Heidelberg en 1567 bajo el pseudonimo de Reginaldus Gonsalvius Montanus (cfr. el capítulo sobre Reina en mi libro “Spanien und der Basler Buchdruck”, Basel/Stuttgart 1985).
Cuando Casiodoro llegó a Ginebra, forjó el plan de traducir la Biblia completa al español. Sobre sus planes debió hablar con Juan Pérez de Pineda, quien acababa a la sazón de publicar una edición del Nuevo Testamento (Ginebra, Jean Crespin, 1556), basada sobre la traducción de Francisco de Enzinas (Amberes, P. Mierdman, 1543). A estos mismos planes aludió Casiodoro seguramente en uno de sus encuentros con Calvino, quien no dejaría de recordarle, cómo Enzinas le había solicitado cinco años atrás de intervenir personalmente para asegurar el financiamiento final de la espléndida Biblia en español que el humanista protestante burgalés estaba terminando de traducir en Estrasburgo y que a la sazón quería imprimir en Ginebra. Aunque hijo de un banquero del emperador Carlos Quinto, Enzinas se había quedado corto de dinero, en parte por confiscación de su herencia y en parte por haber gastado una enorme suma tanto en la realización de los seiscientos grabados contratados al artista Franz Oberritter en Estrasburgo como en la fundición de los majestuosos y bellísimos tipos de letra (utilizados posteriormente en la segunda edición en folio real de la “Humani corporis fabrica” de Andreas Vesalius, Basilea, J. Oporino, 1555).
Lo que Calvino no pudo contar a Casiodoro fue que la temprana muerte de Enzinas le había ahorrado al reformador ginebrino la mayor afrenta de su vida: En efecto, de los libros del Antiguo Testamento hasta entonces por él traducidos, Enzinas no publicó más que cuatro (Salmos, Job, Proverbios y Sirach), todos en Estrasburgo pero con el falso pie de imprenta de Lyon, Sebastian Gryphus, 1550. Según las últimas cartas de Enzinas a Calvino, en el verano de 1552 estaba la traducción de los otros libros casi terminada, pero el burgalés no hizo alusión a lo más importante: Su traducción no estaba hecha a partir de los textos originales, sino de la versión latina de Sebastian Castellion, apóstol de la tolerancia religiosa, amigo íntimo de Enzinas y el hombre más odiado por Calvino y los calvinistas.
La excelente versión en latín clásico de Castellion que fascinó, además de Enzinas, también al primer adalid español de la difusión de la Biblia en idioma vulgar, el valenciano Fadrique Furió Ceriol, debió gustar tanto a Casiodoro, que éste se decidió, a despecho de Juan Pérez, Valera y otros españoles sumisos a Calvino, a escribir una carta al “docto et pio viro Sebastiano Castalioni”. Sospechoso se hizo Casiodoro a los ultraortodoxos calvinistas de Ginebra por sostener que también a los anabaptistas se les debía considerar como hermanos, por propagar entre los refugiados españoles el libro de Castellion sobre “que no se debían quemar los <
Llegado a Londres a finales de 1558 Casiodoro organiza allí una Iglesia de lengua española, aceptando como miembros a italianos y neerlandeses caídos en desgracia en sus iglesias respectivas. En enero de 1560 redacta la “Confesión de fe hecha por ciertos fieles españoles, que huyendo de los abusos de la iglesia Romana y la crueldad de la Inquisición de España hicieron a la Iglesia de los fieles para ser en ella recibidos por hermanos en Christo”. Y desde entonces no deja de trabajar en la traducción de libros sagrados que pensaba llevar a buen término en un tiempo razonable.
Pero eso era no contar con las acechanzas provenientes de dos grupos que, aunque totalmente opuestos en sus intereses, se hallaron unánimes en la voluntad de impedir la labor del traductor de la Biblia. De una parte los inquisidores, quienes lograron infiltrar un agente provocador en la naciente iglesia – se trataba nada menos que de Gaspar Zapata, el asistente de Casiodoro en el trabajo de traducción – e hicieron chantaje o promesas a algunos miembros débiles, dispuestos a denunciar al propio pastor ante las autoridades inglesas hasta del crimen nefando. Y de otra parte los celosos calvinistas de las iglesias francesa y flamenca de Londres, quienes, guiados por su extrema desconfianza y antipatía por Casiodoro, no hacían sino espulgar los textos todavía incompletos, buscar herejías por todas partes y denunciarlas inmediatamente a Ginebra, llegando al extremo de apoyar ciegamente el doble juego montado a todas vistas por el embajador de España en Londres y por agentes de la Santa Inquisición. El resultado de esta doble conjura fue la huida precipitada de Casiodoro a Amberes en enero 1564 y la inmediata dispersión de la iglesia española de Londres. Por fortuna el traductor pudo poner a salvo sus manuscritos, que le fueron enviados semanas después a Amberes por el viejo prior de San Isidro, Francisco de Farias, o por otro ex-fraile de toda su confianza.
Fue entonces cuando el Rey Felipe II puso precio a la cabeza de Casiodoro, como se lee en una carta
del gobernador de Amberes a la regente de los Países Bajos: “Su Majestad ha gastado grandes sumas de dineros por hallar y descubrir al dicho Casiodoro, para poderle detener, si por ventura se encontrase en las calles o en cualquier otro lugar, prometiendo una suma de dinero a quien le descubriese”. Acechado en todas partes por los esbirros de la Inquisición y sospechoso de herejía o de peores cosas aún por sus hermanos de fe, Casiodoro erró durante más de tres años entre Francfort, Heidelberg, el sur de Francia, Basilea y Estrasburgo buscando un lugar donde establecerse como pastor de la iglesia o como simple artesano, y poder dar así término a su traducción. En 1567 y 1568 le encontramos de nuevo ocasionalmente en Basilea, en casa del banquero calvinista Marcos Pérez, quien ya había protegido a Casiodoro en Amberes y quien ahora continuó defendiéndole contra las acusaciones de sus correligionarios, subviniendo finalmente a los costes de impresión de la Biblia.
El primer contrato para la edición de 1100 ejemplares de la Biblia fue firmado en el verano de 1567 con el famoso editor Oporino, antiguo amigo de Enzinas e interesadísimo en el libro de Casiodoro sobre las Artes de la Inquisición, cuyo permiso de impresión le fue negado dos veces por el consejo de la ciudad. Por desgracia para Casiodoro, en el mes de julio 1568 y antes de poder dar comienzo a la impresión de la Biblia, Oporino murió y resultó estar de tal manera arruinado, que no cabía la menor esperanza de recuperar los 400 florines pagados por adelantado del fondo de dineros reunidos en Francfort por los refugiados españoles para la edición de la Biblia. Para colmo de desdichas, los enemigos españoles de Casiodoro, que habían decidido de reimprimir en Paris el Nuevo Testamento de Juan Pérez con todas las notas marginales de la Biblia francesa de Ginebra, comenzaron a exigir para su proyecto una parte de los dineros del mismo fondo. A este conflicto puso inopinadamente fin el embajador español Don Francés de Avila, quien teniendo noticia del proyecto, hizo detener provisoriamente en el verano de 1568 al impresor flamenco (¿Diego López?), mientras que los editores Pedro Martínez de Morentín y a un cierto Viruel pudieron abandonar Paris a tiempo. Los cuadernos ya impresos de este Nuevo Testamento, así como el ejemplar de 1556 con los añadidos de mano para la nueva edición, cayeron en manos del embajador, que se apresuró a enviárselos al rey Felipe como el más estimado trofeo. Felipe II felicitó al embajador por su “diligencia en haber el Testamento Nuevo en español”, ordenándole a la vez de continuar las pesquisas: “Y si vos pudiésedes haber a lo menos el original para quemarlo, sería el verdadero remedio, no quedando otro ningún traslado y procurando el castigo del librero”.
Menos éxito tuvieron el rey y sus agentes para impedir el proyecto de Basilea, quizá por no estar informados suficientemente sobre el tiempo y lugar, donde Casiodoro estaba imprimiendo su Biblia. Quizá fue el mismo Casiodoro quien indirectamente les había puesto sobre una pista falsa al escribir a Théodore de Bèze en abril 1567 que estaba dispuesto a someter a su control el texto bíblico antes de la impresión, que podría muy bien ser efectuada en la imprenta de Jean Crespín en Ginebra. Naturalmente que Casiodoro con este acto de sumisión no pretendía sino obtener de los ministros ginebrinos el “placet” necesario para lograr el deseado puesto de pastor en una de las iglesias reformadas, no pensando en ningún momento de poner su traducción en manos de sus contradictores y menos de hacerla imprimir en Ginebra. Pero la noticia debió llegar a oídos de algún espía de la Inquisición, el cual se apresuraría a transmitirla a Madrid. En todo caso ya en el verano de 1568 la Suprema ordenó a los inquisidores de los puertos de la península de estar bien sobre aviso sobre los libros que entran, pues “Casiodoro ha impreso en Ginebra la Biblia en lengua española”. La respuesta del Tribunal de Granada no se hizo esperar: “Después de muchos controles podemos asegurar a vuestras Excelencias que en este reino de Granada no ha entrado ni un solo ejemplar de la Biblia de Casiodoro”. Bien lo podían decir, pues por esa fecha (2 de julio) la Biblia de Casiodoro no sólo no se había comenzado a imprimir, sino que la muerte de Oporino (acaecida cinco días mas tarde) así como el embargo inmediato de sus bienes crearon nuevas dificultades y ocasionaron un ulterior retraso.
Fue entonces que intervino de nuevo Marcos Pérez, prestando a Casiodoro a fondo perdido la suma de 300 florines (equivalente al sueldo de tres años de un profesor de Universidad) que sirvieron para cerrar un nuevo contrato con el impresor Thomas Guarín, quien imprimió finalmente 2600 ejemplares. La impresión tuvo lugar en los talleres del mismo Guarín y no, como se viene de antiguo diciendo, en la minúscula imprenta de Samuel Apiario, de la que entonces no salían sino libros de pequeño formato y texto limitado. Pero a Casiodoro debió gustar enormemente la simbólica estampa con el oso que Apiario ya no utilizaba como marca tipográfica desde mucho tiempo atrás, y o le compró o le pidió prestado el susodicho clisé para ilustrar la portada de la después llamada Biblia del oso. En todo caso, el mismo Casiodoro confirmó en su dedicatoria autógrafa del ejemplar regalado a la Universidad de Basilea que la impresión había sido efectuada en la tipografía de Guarín (“typis ab honesto viro Thoma Guarino cive Basiliensi excusam”). Además, en el catálogo o cartel de ventas que Guarín imprimió para la feria de libros de Francfort de 1578 figura la Biblia de Casiodoro: “Biblia in Hispanicam linguam traducta”.
La impresión, que ocupó durante varios meses una o dos prensas de Guarín, fue terminada probablemente el 24 de junio 1569, día en que Casiodoro notificó a un amigo la entrega inmediata del último cuaderno:
“postremum folium totius texti biblici tam Veteris quam Novi Testamenti”. Quedaban, sin embargo, por imprimir la “Praefatio” latina al lector sobre la visión de Ezequiel, la “Amonestación del interprete al lector” y la finalmente no publicada dedicación de la Biblia a la reina de Inglaterra. Sobre la oportunidad de esta dedicación Casiodoro se dejó aconsejar por su amigo Johannes Sturm de Estrasburgo, a quien había enviado previamente su prefacio “cum mea praefatione”). Según Menéndez y Pelayo (a quien siguieron aquí ciegamente tanto Boehmer como Kinder) la “praefatio” enviada por Casiodoro a Sturm no era sino la “Amonestación castellana”, mientras que la “Praefatio hispanici sacrorum librorum interpretis … ex prima visione Ezechielis” habría sido la obra exclusiva de Sturm. Esto es totalmente falso. Casiodoro no tenía ningún motivo para enviar la “Amonestación castellana” a Sturm, puesto que éste no sabía una palabra de español y, además, el tema tratado en la “Praefatio” latina sobre la visión del profeta Ezequiel y el oficio de los príncipes cristianos Casiodoro lo había tratado ya en el epígrafe del correspondiente capítulo (Ezequiel 28) que estaba ya impreso meses antes de su consulta al maestro de Estrasburgo: “y por alusión a los Cherubines que llevaban el carro de la gloria de dios, como al mismo Propheta fue mostrado, pinta y declara la vocación y officio de los reyes del mundo: del qual por haber faltado, le amenaza con muerte ignominiosa”. La labor de Sturm, pues, se redujo al examen y a algunas correcciones de esta “praefatio” de contenido religioso y político de explosiva actualidad, que no sólo es obra del solo Casiodoro (“praefatio hispanici interpraetis”), sino también la única pieza de la Biblia donde éste firmó con las iniciales de su nomber: C.R. Con el nombre completo de Casiodoro de Reina esta “Praefatio” se imprimió separadamente de nuevo en Estrasburgo en 1613.
Sobre las fuentes utilizadas por Casiodoro para la traducción de su Biblia nos informa parcialmente él mismo en su “Amonestación al lector”:
Además de las fuentes originales hebrea y griega, la versión de Sanctes Pagnini y la doble edición judeo-española de Ferrara 1553. Para las partes griegas del Antiguo Testamento Casiodoro parece haber seguido sobre todo la Biblia latina de Zürich y en parte la de Castellion, de quien tomó no solo el término “Jehová” en lugar del comunmente usado “Señor”, sino también el modo de indicación de los textos añadidos de la Vulgata. Ambas Biblias “herejes” vienen naturalmente silenciadas por Casiodoro, así como las versiones castellanas igualmente utilizadas (Enzinas, Juan Pérez y Juan de Valdés), pues todas figuraban ya en el Índice de libros prohibidos de Roma y de España. Y siendo precisamente la divulgación de la Biblia en España su mayor interés, Casiodoro intentó prevenir a la ineludible prohibición inmediata, haciendo pasar su Biblia como obra católica y respetando el orden de los libros bíblicos según la Vulgata, cuyo Canon había sido recientemente confirmado por el concilio de Trento.
Por cuanto toca al modo de utilizar sus predecesores españoles en la obra de traducción de libros bíblicos no me quiero extender mucho aquí, pues ya lo he tratado en mi libro “Spanien und der Basler Buchdruck”, pp. 396-400, que actualmente se está traduciendo al español. Solo quiero repetir que, cuando se comenzó la impresión, la traducción de Casiodoro no estaba ni mucho menos terminada, sobre todo la del Nuevo Testamento, y que, a medida que avanzaba el trabajo de las prensas, el intérprete se vio cada vez más apremiado por el tiempo. Las esperanzas que Casiodoro tenía de utilizar todavía la revisión del Nuevo Testamento de Juan Pérez que se imprimía en Paris se vieron frustradas en 1568 por la intervención del embajador español arriba mencionada. Sólo le quedaban pues la versión de Enzinas y las cartas paulinas traducidas por Valdés, de donde Casiodoro a veces incorporó literalmente frases o expresiones en su propio texto o a veces las indicó solamente al margen como “otras variantes”.
Al llegar al Apocalipsis, en junio de 1567, la labor del impresor había casi ya alcanzado a la del intérprete y a Casiodoro no quedó otro remedio que servirse a manos llenas del correspondiente texto de Enzinas, contentandose meramente con una rápida revisión. Dicho sea esto no con menoscabo de la labor de Casiodoro, pues como monumento de alta piedad y erudición o como modelo de precisión y propiedad de la lengua española tanto valen la exquisita y elegante prosa del humanista burgalés como la ligera y brillante del reformador andaluz. Después de la publicación de la Biblia, “en septiembre 1569” como reza la portada y en la que, por razones obvias de cautela para su difusión en tierras católicas, no se mencionaban ni el nombre del traductor ni el lugar de impresión, los enemigos de Casiodoro no levantaron la guardia.
Apenas un año y medio más tarde, el 19 de enero 1571, el Consejo Supremo de la Inquisición se había enterado ya de que “la Biblia en romance” se había impreso en Basilea y ordenó la recogida de todos los ejemplares que se descubrieran. Diez años después, en 1581, el titular del obispado de Basilea, Blarer von Wartensee, denunciaba al cardenal Carlo Borromeo que en Basilea se habían impreso con fecha de 1569 unos 1600 ejemplares de la Biblia en español y que 1400 de ellos acababan de ser enviados de Francfort a Amberes. En Amberes finalmente se cambiaron las portadas de muchos de estos ejemplares por el frontispicio del célebre Diccionario de Ambrogio Calepino a fin de poderlos mejor difundir en España. Esta estratagema no funcionó siempre, como demuestra el caso un envío descubierto por la Inquisición en 1585, que dio lugar a un nuevo avisó a los tribunales de provincia: “Biblias en español, cuviertas de ojas del Calepino, se prohiven”.
Otros muchos ejemplares quedaron durante decenios depositados en manos de los miembros de la familia de Casiodoro en Francfort, quienes hicieron “refrescar” periódicamente los ejemplares vendidos actualizando las portadas. Esto explica que existan ejemplares con el falso pié de imprenta “Francfort 1602”, “Francfort 1603” o “Francfort 1622”.
Cipriano de Valera no llevaba del todo razón al escribir en el prólogo de “su” Biblia de 1602 que “los dos mil y seyscientos exemplares de la traslación de Cassiodoro de Reyna por la misericordia de Dios se han repartido por muchas regiones. De tal manera que hoy casi no se hallan exemplares, si alguno los quiere comprar”. En realidad, lo que Valera con su nueva edición pretendía, no era sólo de suplir a la falta de ejemplares, reimprimiendo la “translación” que su antiguo maestro Casiodoro (“movido de un pio zelo de adelantar la gloria de Dios y de hazer un señalado servicio a su nación”) y a pesar de los muchos escollos alzados por los propios correligionarios, cosa que Valera olvida aquí discretamente de mencionar había llevado a buen término. Su verdadero intento, más o menos consciente, era por el contrario de acabar de una vez por todas con el hecho, vergonzoso en los ojos de algunos estrechos calvinistas españoles, de tener que servirse de una Biblia, que tanto en el orden de los libros como en las anotaciones teológicas marginales, no correspondía exactamente a las Biblias oficiales de Ginebra.
Verdad es, que al salir la Biblia de Casiodoro, los pastores de Ginebra la examinaron minuciosamente. Y cierto es también, como se puede leer en el informe oficial de Niccoló Balbani de 10 de agosto 1571, que estos mismos pastores, no obstante “la sinistra opinione” que dicen seguir teniendo de Casiodoro, no encontraron absolutamente nada de reprochar a la edición, sino un insignificante error tipográfico en Génesis 1:27 (“macho hembra los crió”). También Casiodoro se dio pronto cuenta del “gazapo”, haciendo imprimir una pegatina con las palabras “y hembra” que el mismo insertó en la correspondiente linea de un gran número de ejemplares. De las verdaderas “herejías” exegéticas, que Casiodoro introdujo ingeniosamente en los epígrafes de muchos capítulos de su Biblia, ni se enteraron los pastores de Ginebra ni tampoco Cipriano de Valera, pues los dejó intactos en su revisión.
No obstante esta aprobación tácita de la versión de Casiodoro por los pastores de Ginebra (mucho peso no podía tener en realidad, puesto que Balbani declaró abiertamente “che io non intendo la lingua” Valera se puso hacia 1580 en Londres y por propia cuenta a revisar la Biblia de Casiodoro, quien por entonces le era doblemente sospechoso: por sus “servetismos” pasados (la expresión es de Théodore de Bèze) y por su oficio presente de pastor de la iglesia luterana. Pero para evitar la acusación de comportarse como un plagiario, Valera esperó hasta la muerte de Casiodoro, acaecida en Francfort el 15 de marzo 1594, deviniendo “saltatumbas literario” al publicar en Londres en 1596 una “propia” edición del Nuevo Testamento. Esta edición de Valera no parece haber tenido mucha difusión en el continente, pues tres años más tarde, con ocasión de la edición de Elias Hutter del Nuevo Testamento en doze lenguas, Nurenberg 1599-1600, el texto allí impreso no es el de Valera, sino el de la Biblia de Casiodoro.
La diferencia no se hubiera en realidad hecho mucho notar, pues la labor de Valera en su edición del Nuevo Testamento no había consistido en mucho más que en quitar o añadir notas marginales, alterar de vez en cuando el texto y pasar absolutamente bajo silencio el nombre del difunto traductor. Un tal silencio, naturalmente, Valera no lo pudo del todo mantener en su edición de la Biblia completa, impresa en Amsterdam en 1602, es por esto que en el largo prefacio al verdadero traductor vienen dedicadas apenas cuatro líneas, no carentes de reticencia, mientras que el nombre del revisor, Cipriano de Valera, figura en grandes letras en medio de la portada.
Pero también en esta “revisión”, como era de esperar, la labor propia de Valera consistió sobre todo en acomodar el orden de los libros al Canon reformista y en quitar o añadir notas marginales, siguiendo especialmente las notas de las Biblias de Ginebra. Las alteraciones del texto, que Valera presume de haber efectuado “algunas vezes”, no significan siempre mejoría, sino a veces más bin empeoramiento, y lo mismo se diga de su escrupulosa eliminación de expresiones como “por ventura”, que Valera borra, como él mismo escribe, “por saber a gentilidad”.
Cierto es que Valera ha señalado por medio de letras cursivas todos los añadidos propios en las notas marginales, pero no dejó ninguna huella de las notas que eliminaba. Por lo que atañe al texto propio de la Biblia (el solo a ser reproducido en las ediciones modernas) las diferencia entre las dos Biblias no puede ser menor.
No sería en absoluto sorprendente, si – aparte de detalles de ortografía o de evidentes errores tipográficos – el porcentaje de las “alteraciones” introducidas por Valera en el texto propio de la Biblia no sobrepasara un insignificante 0,5%.
Es pues hora de dejar de hablar constantemente de la Biblia de Valera, poniéndola por las nubes, pues la traducción es exclusivamente de Casiodoro de Reina: Es a saber, de un protestante independiente y abierto, quien (de haberse hecho realidad los deseos de Valera y de sus amigos calvinistas) nunca hubiera podido llevar a buen término una traducción de la Biblia en español, que ni Cipriano de Valera (cuyo estilo es para dormirse de pie) ni ningún otro protestante español de la segunda mitad del siglo XVI hubiera sido capaz de hacer, privando así a los hispanohablantes de ayer y de hoy de un inestimable monumento de la religiosidad y de la lengua españolas.
Bastante les han privado ya en los siglos pasados los esbirros de la Santa Inquisición y también en tiempos más modernos los no pocos eruditos del nivel intelectual de un Fray Martín Sarmiento OSB, quien en su Catalogo de libros curiosos no tuvo reparo en escribir: “Hay una versión castellana de toda la Biblia, que para maldita la cosa se necesita”.
Basilea, 1998
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