Cuando mis hijos eran pequeños, mi carga de trabajo era bastante pesada: como profesora de Secundaria, no sólo tenía que cubrir una jornada de trabajo de 7 am a 1 pm, sino que siempre debía llevar trabajo a casa, tareas que revisar, exámenes qué calificar, calificaciones que vaciar a las listas, diseñar exámenes y ejercicios, calendarizar, promediar, etc... Y a esto hay que añadir el trabajo doméstico: cocinar, limpiar, lavar ropa, ayudar a mis hijos en sus tareas, servirles de chofer, etc. (Honor a quien honor merece: mi hija mayor fue y ha sido siempre mi brazo derecho; ahora ella y su esposo son mi mayor apoyo en oración e intercesión. Doy gracias a Dios por ellos).
Pese a eso, me esforcé siempre por la "confección" de su carácter, no sólo en el cambio de hábitos y el cumplimiento de reglas, sino en la "convicción", "razonamiento" y "aceptación" de dichas reglas.
Dicho de otro modo, si uno de mis hijos hacía un coraje y gritaba insultando, me esforzaba en tomarme mi tiempo para hablar con él, llevar la conversación de tal manera que mi hijo se enfrentara a lo que había hecho, que racionalizara el por qué del impulso que lo llevó a gritar y ofender, para que aprendiera a dominar ese impulso en el futuro; esto no lo eximía del "correctivo", el cual con frecuencia yo intentaba que fuera él mismo el que lo sugiriera.
Debo confesar que tuve más fracasos que éxitos, debido a diversos factores: mi excesiva carga de trabajo, el poco tiempo disponible, la poca o nula cooperación del hijo en turno, etc.
En mi descargo puedo mencionar que en mi hogar de la infancia, esta práctica fue absoluta y totalmente ignorada. Los castigos eran eso: castigos. No había ni un remoto esfuerzo por lograr un cambio de actitud o de conducta; y si acaso se lograba algo de eso, era por simple y puro miedo a más golpes. Nada de "raciocinio" ni mucho menos "aceptación". No puedo decir que los constantes recordatorios de mi madre de los múltiples "favores" que nos hacía (y las cuentas que hacía de lo que gastaba en nosotros), fueran más efectivos para quitarnos lo "ingratos" y "malagradecidos", que mi ausencia de recordatorios a mis hijos.
He mostrado dos ejemplos de hogar: Uno donde hubo esfuerzo por "racionalizar" las fallas, los errores y las equivocaciones, en un afán de lograr un cambio de actitud genuino. Otro donde no hubo mucho esfuerzo, y en su lugar hubo constantes "referencias" a favores y gastos hechos en los hijos. En los dos casos lógicamente se perseguía una convicción de que se cometió un error, y que no se repitiera en el futuro. En los dos casos hubo ciertos resultados nulos.
¿Por qué?
Bueno, podemos explicarlo de miles de formas, argumentando las fallas en el proceso enseñanza-aprendizaje en cada hogar.
Pero, después de un tiempo he llegado a otra conclusión.
Una madre (o un padre) ciertamente sí puede, en la mayoría de los casos, lograr que un hijo pueda llegar a una "convicción de sus fallas", lo que lo llevará a entender los por qués de su conducta, y a un mejor manejo de las situaciones futuras. Vale la pena esforzarse, vale la pena intentarlo una y otra vez sin darse por vencido.
Pero de pronto, cuando los hijos crecen y comienzan a tomar decisiones erróneas, las cuales les acarrean complicaciones no sólo para sus propias vidas, sino para las vidas de todos los que le rodean y le aman... Se siente como que ningún esfuerzo valió la pena, o que finalmente todos los esfuerzos estuvieron mal encaminados y se obtuvo un fracaso total. Pero no es así.
Cada ser humano hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, con un libre albedrío que nos permite tomar decisiones, y por lo general Dios nos respeta eso; Él nos permite ejercer esa libertad, aún cuando la ejerzamos mal. Tanto Dios, como los padres, se encargan de instruir al niño, de informarlo del proceso causa-efecto, de aconsejarlo y guiarlo... o al menos se hace el intento; pero finalmente, aun cuando el hijo cuente con toda la información requerida, él ejercerá su libertad para decidir lo que mejor le parezca. Decisiones guiadas ya sea por la sabiduría, o por el capricho.
El padre o la madre pueden llegar hasta donde el hijo les permite; pero solamente Dios puede "tumbarlos del caballo" como lo hizo con Pablo. Solamente el Espíritu Santo puede entrar al corazón del hijo (a donde ni el padre ni la madre pueden llegar) tan profundamente que le remueva sus fibras más íntimas, y le abra los ojos a su situación actual, a sus malos hábitos y actitudes, a su falta de compromiso con los valores y principios aprendidos en la niñez.
Oh, yo ahora entiendo a mi madre... Produce tanta indignación ver la "ingratitud" de un hijo; es tan frustrante ver sus actitudes de falta de agradecimiento por tantas bendiciones recibidas, que de pronto es difícil resistir la tentación de referirle en su cara todo lo que se ha hecho por él, recordarle toda la ayuda que ha recibido en los momentos difíciles; traer a su memoria la ayuda "oportuna y pertinente" que Dios siempre ha permitido que se le haya dado.
Pero ¿serviría de algo? ¿Le sirvió a mi madre el haberlo hecho? Puedo decir que definitivamente no.
Y no es que sea mala una ligera refrescadita de memoria, siempre y cuando sea dirigida por Dios; pero por lo general esa "refrescadita" gritada en la cara del hijo, al calor del enojo y de la impotencia, no tiene nada de "santa" ni de "divina", y por lo tanto, no produce ningún cambio positivo; más bien lo que produce es más resentimiento, rebeldía y alejamiento. El efecto contrario al deseado.
En estos casos ya extremos, no hay más que detenernos, fincar firmes nuestros pies en el Señor, y dejar que sea Él el que avance, redarguya, y dé sus "refrescaditas" de memoria al hijo descarriado. Finalmente Él es nuestro capitán, ¿qué no? Entonces podemos muy bien quedarnos en segundo plano, y sólo entrar a escena cuando Él nos dé una señal.
Para lograr una verdadera convicción de pecado, y producir el tan ansiado [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] en nuestro hijo, no hay más que el Espíritu Santo, porque ésa es su especialidad:
Pese a eso, me esforcé siempre por la "confección" de su carácter, no sólo en el cambio de hábitos y el cumplimiento de reglas, sino en la "convicción", "razonamiento" y "aceptación" de dichas reglas.
Dicho de otro modo, si uno de mis hijos hacía un coraje y gritaba insultando, me esforzaba en tomarme mi tiempo para hablar con él, llevar la conversación de tal manera que mi hijo se enfrentara a lo que había hecho, que racionalizara el por qué del impulso que lo llevó a gritar y ofender, para que aprendiera a dominar ese impulso en el futuro; esto no lo eximía del "correctivo", el cual con frecuencia yo intentaba que fuera él mismo el que lo sugiriera.
Debo confesar que tuve más fracasos que éxitos, debido a diversos factores: mi excesiva carga de trabajo, el poco tiempo disponible, la poca o nula cooperación del hijo en turno, etc.
En mi descargo puedo mencionar que en mi hogar de la infancia, esta práctica fue absoluta y totalmente ignorada. Los castigos eran eso: castigos. No había ni un remoto esfuerzo por lograr un cambio de actitud o de conducta; y si acaso se lograba algo de eso, era por simple y puro miedo a más golpes. Nada de "raciocinio" ni mucho menos "aceptación". No puedo decir que los constantes recordatorios de mi madre de los múltiples "favores" que nos hacía (y las cuentas que hacía de lo que gastaba en nosotros), fueran más efectivos para quitarnos lo "ingratos" y "malagradecidos", que mi ausencia de recordatorios a mis hijos.
He mostrado dos ejemplos de hogar: Uno donde hubo esfuerzo por "racionalizar" las fallas, los errores y las equivocaciones, en un afán de lograr un cambio de actitud genuino. Otro donde no hubo mucho esfuerzo, y en su lugar hubo constantes "referencias" a favores y gastos hechos en los hijos. En los dos casos lógicamente se perseguía una convicción de que se cometió un error, y que no se repitiera en el futuro. En los dos casos hubo ciertos resultados nulos.
¿Por qué?
Bueno, podemos explicarlo de miles de formas, argumentando las fallas en el proceso enseñanza-aprendizaje en cada hogar.
Pero, después de un tiempo he llegado a otra conclusión.
Una madre (o un padre) ciertamente sí puede, en la mayoría de los casos, lograr que un hijo pueda llegar a una "convicción de sus fallas", lo que lo llevará a entender los por qués de su conducta, y a un mejor manejo de las situaciones futuras. Vale la pena esforzarse, vale la pena intentarlo una y otra vez sin darse por vencido.
Pero de pronto, cuando los hijos crecen y comienzan a tomar decisiones erróneas, las cuales les acarrean complicaciones no sólo para sus propias vidas, sino para las vidas de todos los que le rodean y le aman... Se siente como que ningún esfuerzo valió la pena, o que finalmente todos los esfuerzos estuvieron mal encaminados y se obtuvo un fracaso total. Pero no es así.
Cada ser humano hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, con un libre albedrío que nos permite tomar decisiones, y por lo general Dios nos respeta eso; Él nos permite ejercer esa libertad, aún cuando la ejerzamos mal. Tanto Dios, como los padres, se encargan de instruir al niño, de informarlo del proceso causa-efecto, de aconsejarlo y guiarlo... o al menos se hace el intento; pero finalmente, aun cuando el hijo cuente con toda la información requerida, él ejercerá su libertad para decidir lo que mejor le parezca. Decisiones guiadas ya sea por la sabiduría, o por el capricho.
El padre o la madre pueden llegar hasta donde el hijo les permite; pero solamente Dios puede "tumbarlos del caballo" como lo hizo con Pablo. Solamente el Espíritu Santo puede entrar al corazón del hijo (a donde ni el padre ni la madre pueden llegar) tan profundamente que le remueva sus fibras más íntimas, y le abra los ojos a su situación actual, a sus malos hábitos y actitudes, a su falta de compromiso con los valores y principios aprendidos en la niñez.
Oh, yo ahora entiendo a mi madre... Produce tanta indignación ver la "ingratitud" de un hijo; es tan frustrante ver sus actitudes de falta de agradecimiento por tantas bendiciones recibidas, que de pronto es difícil resistir la tentación de referirle en su cara todo lo que se ha hecho por él, recordarle toda la ayuda que ha recibido en los momentos difíciles; traer a su memoria la ayuda "oportuna y pertinente" que Dios siempre ha permitido que se le haya dado.
Pero ¿serviría de algo? ¿Le sirvió a mi madre el haberlo hecho? Puedo decir que definitivamente no.
Y no es que sea mala una ligera refrescadita de memoria, siempre y cuando sea dirigida por Dios; pero por lo general esa "refrescadita" gritada en la cara del hijo, al calor del enojo y de la impotencia, no tiene nada de "santa" ni de "divina", y por lo tanto, no produce ningún cambio positivo; más bien lo que produce es más resentimiento, rebeldía y alejamiento. El efecto contrario al deseado.
En estos casos ya extremos, no hay más que detenernos, fincar firmes nuestros pies en el Señor, y dejar que sea Él el que avance, redarguya, y dé sus "refrescaditas" de memoria al hijo descarriado. Finalmente Él es nuestro capitán, ¿qué no? Entonces podemos muy bien quedarnos en segundo plano, y sólo entrar a escena cuando Él nos dé una señal.
Para lograr una verdadera convicción de pecado, y producir el tan ansiado [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo] en nuestro hijo, no hay más que el Espíritu Santo, porque ésa es su especialidad:
Oremos al Señor pidiéndole sabiduría e inteligencia para reconocer cuándo avanzar, cuánto detenernos... Y paz en nuestros corazones para serenarnos y esperar confiadamente en que Él está haciendo la obra en nuestros hijos.Juan 16:7-9 escribió:Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí;