Hace casi un mes, mi familia y yo pasamos por la terrible experiencia de perder a una nieta de casi 9 meses de embarazo, cuatro días antes de la fecha programada para la cesárea de mi nuera.
Lógicamente no había podido venir a comentarlo aquí debido al dolor que aún estaba presente; hoy no ha desaparecido el dolor, pero tampoco desaparece la fe que mi Padre nos ha permitido tener enmedio de este trance tan traumático.
Tengo un joven amigo que ha pasado por muchísimas pruebas y tribulaciones, desde físicas (de salud) hasta económicas, rechazo de familiares, etc. Él ha llegado a amargarse a causa de que no le duele lo duro sino lo tupido, y reniega constantemente de su suerte, aún a pesar de que conoce a nuestro Salvador. No lo culpo, no estoy en su lugar, no estoy en condiciones de juzgarlo.
Sin embargo, cuando le platiqué someramente por lo que estábamos pasando, lo primero que me dijo fue: ¿Ves? No entiendo por qué Dios permite que le sucedan estas cosas a una persona como tú, que está entregada tanto a Él. Me maravillé del ardor que este comentario prendió en mi pecho, ante la oportunidad de testificar del gran amor de nuestro Padre y de su infinita sabiduría, aún cuando yo no lo entienda todo. Entonces él me dijo: Guau, me acabas de dar una buena lección, porque yo me la paso quejándome siempre, y para nada he pasado por algo como lo que tú estás pasando.
En uno de mis tiempos quietos de estudio bíblico, justo el día en que estaba programada la cesárea (18 de noviembre), quise dejar plasmado por escrito todo el proceso por el cual mi Padre me permitió pasar.
Lógicamente no había podido venir a comentarlo aquí debido al dolor que aún estaba presente; hoy no ha desaparecido el dolor, pero tampoco desaparece la fe que mi Padre nos ha permitido tener enmedio de este trance tan traumático.
Tengo un joven amigo que ha pasado por muchísimas pruebas y tribulaciones, desde físicas (de salud) hasta económicas, rechazo de familiares, etc. Él ha llegado a amargarse a causa de que no le duele lo duro sino lo tupido, y reniega constantemente de su suerte, aún a pesar de que conoce a nuestro Salvador. No lo culpo, no estoy en su lugar, no estoy en condiciones de juzgarlo.
Sin embargo, cuando le platiqué someramente por lo que estábamos pasando, lo primero que me dijo fue: ¿Ves? No entiendo por qué Dios permite que le sucedan estas cosas a una persona como tú, que está entregada tanto a Él. Me maravillé del ardor que este comentario prendió en mi pecho, ante la oportunidad de testificar del gran amor de nuestro Padre y de su infinita sabiduría, aún cuando yo no lo entienda todo. Entonces él me dijo: Guau, me acabas de dar una buena lección, porque yo me la paso quejándome siempre, y para nada he pasado por algo como lo que tú estás pasando.
En uno de mis tiempos quietos de estudio bíblico, justo el día en que estaba programada la cesárea (18 de noviembre), quise dejar plasmado por escrito todo el proceso por el cual mi Padre me permitió pasar.
Oro al Señor para que este testimonio sea de bendición a alguien.Hoy, este día, era el día esperado. Se suponía que esta noche nuestra princesa estaría en nuestras vidas, y posiblemente las dos princesas. Aún esperábamos el milagro de que al abrir el vientre de mi nuera, los médicos encontraran no una, sino dos niñas vivas y saludables… nuestras princesas.
Nuestra princesa hoy llegó al hogar donde la esperaron durante nueve meses; mi hijo Daniel recogió de la funeraria sus cenizas, las cenizas del cuerpecito de nuestra princesa…
Al verla inmóvil arropada con su mameluco, su gorro, envuelta en una hermosa cobijita rosa, me la imaginaba moviéndose y haciendo los ruiditos característicos de los bebés… Pero no se movía: ella había quedado inmóvil desde hacía cuatro días; su corazoncito simplemente dejó de latir. Mi nuera lo percibió desde el pasado lunes, que no había movimientos; vivimos ese día casi conteniendo el aliento, con la esperanza de que fuera porque el embarazo estaba ya muy avanzado y la bebé cada vez tenía menos espacio para moverse… Pero al día siguiente, el martes, mi hijo y mi nuera regresaron de la consulta con el diagnóstico del ultrasonido: nuestra princesa ya no tenía latidos. Los médicos querían operar inmediatamente, no con la esperanza de salvarla, sino para extraer ese cuerpecito sin vida, el cadáver de nuestra princesa… Pero ella quiso venir primero a la casa para hablar con el Señor, pues aún esperaba un milagro. No se podía decidir a llamar a su mamá; aunque tranquila y ecuánime, las lágrimas rodando por sus mejillas revelaban el dolor contra el que estaba luchando. Después de orar, no pareció que hubiera diferencia: mi sensación era que vivíamos una pesadilla.
Aunque aún era temprano, casi las 12 de mediodía, ella decidió bañarse antes de acudir al hospital; se puso a lavar la ropita y a preparar la pañalera. A las 2 de la tarde fueron a recoger a la otra niña, y para entonces ya había hablado con su mamá, quien, como era de esperarse, se dejó venir a la ciudad al siguiente instante.
Nuestro estado de ánimo se mantuvo en alto todas esas horas; era indudable que estábamos bajo los efectos de la anestesia divina. Una vez llegados al hospital, pasaron a mi nuera a que le hicieran otro ultrasonido, el cual confirmó lo que no deseábamos escuchar: nuestra princesa ya no tenía latido. Mi hijo y yo le ayudamos a mi nuera a quitarse los tenis y ponerse los zapatos de tela, de buen ánimo, pues aún estábamos a la espera de un milagro por parte de nuestro Padre.
Tardaron muchas horas en meter al quirófano a mi nuera, pero finalmente a las 10:30 de la noche la operaron, y nos enfrentamos a la decisión que nuestro Padre tomó de llevarse también a esta princesa (su hermanita dejó de presentar latido muy al principio del embarazo; a partir de ese momento cada semana fue un milagro del Señor, por lo que los médicos estaban sorprendidos, pues el cuerpecito de esta princesa no se disolvía, ni tampoco le ocasionaba problemas de salud en el cuerpo de mi nuera).
Yo no podía llorar, no estoy segura de por qué. Al día siguiente mi hijo me comentó que había visto a su bebé… que se parecía a su hermanito de cuatro años, que era muy hermosa. Se me partió el corazón de imaginar a mi hijo sosteniendo en brazos el cuerpo sin vida de su pequeña, la que habíamos esperado por meses.
Mi hija llegó de Ensenada el jueves en la mañana, en que darían de alta a mi nuera. Cuando llegó mi hijo y la vio, se echó en sus brazos, y lloró como no lo había visto llorar desde que comenzó la pesadilla. Su hermana pudo consolarlo como su propia madre no lo había hecho.
Después de mucho esperar, al fin dieron de alta a mi nuera. Ya para entonces, y desde el martes en la noche, se habían comenzado a escuchar en nuestras conversaciones las palabras “funeraria”, “funeral”, “ataúd”, “cuerpo”, “incinerar”, “enterrar”… ¿Era posible que nos estuviéramos refiriendo a nuestra princesa? ¿A la nena que todavía unos días antes estaba viva y moviéndose dentro del vientre de su madre? ¿A la pequeña que se suponía estaría ahora llorando, pataleando, mamando y ensuciando pañales? ¡No lo podía concebir en mi mente! Pero así era…
Al estar afuera de la funeraria esperando a que llegara mi hijo Daniel, de pronto vi aproximarse y estacionarse una pequeña carroza… en ese momento me inundó la sensación de estar despertando de una pesadilla, sólo para darme cuenta que no era pesadilla, sino una realidad en la que mi princesita estaba adentro de ese diminuto ataúd blanco que el empleado sacó de la parte de atrás de la carroza, y cargó sin dificultades, de lo ligero que era.
Este día se suponía que tendría que haber una bebé en el hospital esperando a ser dada de alta junto a su madre, para ser traída a casa donde la esperaba una cuna recién comprada, una casa que se está ampliando para darle la bienvenida, mucha ropita (la mayoría regalos del baby shower)… pero principalmente papá y mamá, tres hermanitos y mucha familia, entre abuelos, tíos, primos, amigos y vecinos.
En vez de eso, en alguna parte de esa casa que sería su hogar, está una bolsita con las cenizas del cuerpo de esa pequeña princesa a la cual no pudimos conocer, porque el Señor determinó llevársela junto a su hermanita.
No reniego; acepto la decisión de mi Padre, y confío plenamente en su eterna sabiduría. ¡Que su Nombre sea bendito para siempre!